miércoles, 25 de junio de 2008

Un buen samaritano

Inmerso en la rutina, salgo de mi casa como cada mañana desde que perdí mi puesto como bancario. Este nuevo rol de vendedor mayorista de indumentaria deportiva, me sentenciaba a pasar mis días lejos de mi familia, pero al mismo tiempo, me permitía viajar a través de mi querida provincia.
En esta oportunidad, decidí emprenderme hacia Villa María, una pequeña ciudad ubicada a unos 150 Km. de Córdoba. Por el fuerte frió invernal, al amanecer, la gente permanece en sus casas, por lo que salir de la ciudad no presentó un problema para mi; en poco tiempo había salido de la ruidosa capital y me acercaba a la tranquilidad del interior. Me sumergía en el silencio y la paz de las rutas vacías, con esa sensación inconfundible de soledad, soledad que te permite ponerte en contacto con tus pensamientos mas profundos, esos que no sabias que existían.
A medida que me apartaba de la ciudad, me sentía abrumado por la naturaleza, por los extensos pastizales y los animales que podía ver al costado de mi auto, al alcance de mi mano. De tanto en tanto, me golpeaba la realidad, debía vender para mantener a mi familia; y me desalentaba el hecho de que camino a Villa Maria, no existiera pueblo alguno que fuera un potencial destinatario de mis productos. Debía esperar el destino final.
Por fin llegué, el centro local era justo como lo imaginaba, chico pero pintoresco. Los propietarios de los pequeños comercios eran personas amables, que contaban su historia como si fuera la marca y el premio de los años recorridos. Todos relataban alocadas anécdotas, todos conocían el pueblo como la propia casa, en fin, todos me trataban como a un amigo. La mayoría adquirió alguna de mis mercancías, aunque creo que lo hacían mas por el afán de ayudar que por necesidad.
Mas tarde, el sol comenzaba a esconderse, las horas pasaban, así que decidí emprender mi viaje de regreso, con la esperanza de llegar a mi hogar al tiempo de la cena, después de todo, ya había vendido lo suficiente.
No tarde en llegar a la ruta, rodeada únicamente por los verdes pastos y abundantes árboles. La noche y la oscuridad no hacían a este paisaje menos pacifico. Pensaba en lo magnifico que seria vivir allí, sin preocupaciones, sólo con los animales salvajes. Cuando de repente, la realidad me dio otro duro golpe, por una razón que nunca comprendí, las luces traseras de mi auto dejaron de funcionar. Mi mundo se venia abajo, me parecía imposible la idea de continuar por la ruta a “ciegas”; condenaba mi falta de previsión, causa por la cual no poseía ningún elemento para casos de emergencia, casos como este. No podía continuar mi viaje así, por lo que moví el coche al costado del camino, aplastando aquel perfecto pasto. Me dispuse a esperar – esperar qué, si el lugar estaba desierto -, las emociones se cruzaban, mi mente me jugaba una mala pasada, el bosque tranquilo se convertía en enemigo, en peligroso. Los segundos se transformaban en horas. Sorpresivamente, veo en la ruta una luz, alguien que se acercaba, era un auto, grande algo nuevo. Sin emitir señal alguna, se coloco detrás de mi carro, como dispuesto a empujarme. Comencé a manejar hacia la ciudad con este extraño a escasos centímetros de distancia. Recorrí todo el camino así, perplejo por semejante acontecimiento.
Llegamos a destino, nos encontrábamos en la esquina de mi casa. El auto se detuvo, me baje de mi coche buscando la forma de agradecer la increíble ayuda, pero el desconocido volvió a arrancar, no logre ver al conductor, no distinguí la patente. En unos segundos, lo había perdido de vista, como por arte de magia.
Al legar a mi hogar, mi familia me esperaba con la cena, había legado a tiempo. No podía contarle lo sucedido, me faltaban las palabras. Después de todo, me parecía imposible explicar como un viaje de trabajo se había transformada, sin dudas, en el más importante.

De etnografos y viajeros

Ambos, periodistas y etnógrafos, a simple vista, parecen similares, ya que los dos se dedican a recolectar información. Parecen, ¿pero en realidad lo son? En principio, son personas que se dedican a recolectar distintos tipos de datos – acaso los que perciben interesantes- de diferentes maneras, a plasmarlos para compartirlos, a hacerlos, de alguna manera, públicos, en definitiva, su propósito es comunicar su visión del mundo, de las cosas, de los hechos. Pero no ambos lo hacen de la misma manera. La diferencia principal, a mi entender, radica en que la labor del etnógrafo consiste en describir las tradiciones y costumbres de un pueblo; y la del periodista, en cambio, es la de captar y tratar la información. Y esta es la desigualdad: tratar. El tratamiento de los datos por parte del etnógrafo seria “mal visto”, esa no es su función, porque como afirma Geertz, los buenos textos antropológicos deben ser planos y faltos de toda pretensión, ya que concentrar nuestra atención en el modo en que se presentan los enunciados cognoscitivos mina nuestra capacidad para tomarlos en serio. En cambio, el periodista es libre de tratar la información que recolecta, de hacerla propia, es mas, la forma en la que la presenta, es un paso muy importante de su trabajo, la manera en que plasma los datos va a constituir si identidad.
Así, periodistas y etnógrafos se dedican a recolectar y publicar datos e información, pero sólo uno va a hacerse dueño de lo investigado.

Viajar, contar, hacer viajar

Como asegura Martín Caparros: “ viajar para contarlo: el temor de que ya no pueda viajar sin la excusa de un relato futuro. Ese relato como amenaza que obliga a una intensidad de la mirada, que me obliga a mirar lo que no miraría. Y la sospecha de que cualquier viaje sin esa amenaza seria de una levedad insoportable. Que no tendría sentidos.”
¿No tendría sentido? ¿Viajamos sólo pensando en los otros? No, viajamos por y para los demás, por los que no tienen la posibilidad de trasladarse físicamente, para que puedan hacerlo con la imaginación; para que vean a través de nuestros ojos, escuchen a través de nuestro oídos, sientan a través de nuestras manos, para que viajen a través de los sentidos. Viajamos para contarlo, pero mas que nada para que lo escuchen, porque como afirma Jorge Monteleone: “el relato, la relación, la narración son connaturales al viaje y, de algún modo, la condición de existencia de un viaje residiría, en parte, en la posibilidad de ser narrado: también de ser escrito. No sólo de ser escrito: tambien de ser leído”. Viajamos por el afán de dejar una marca, sobre algo o alguien, viajamos para sentir y emocionarnos, pero también para hacer sentir y hacer emocionar. En definitiva, viajamos para contarlo y, para así, hacer viajar.


Viajamos para conocer, para conocer el lugar hacia el que vamos, para recorrerlo, investigarlo, inspeccionarlo, en definitiva nos acercamos para percibir, pero. . . ¿es posible alejarse y así conocer? Según Walter Benjamín: “desde Moscú se aprende más rápido a ver Berlín que Moscú”.



“Una profunda impresión de déja vu acompaña al lector que recorra de manera transversal otros textos de viaje; tiene la impresión de que lo que se repite no son solamente las cosas narradas, sino que hasta las palabras empleadas son las mismas. En la descripción de lo nuevo, el autor se tropieza con fragmentos de otros, parecidos, a veces hasta en la elección de las palabras, pero también hasta en el corte de la información, en la elección de los puntos de vista, en los claroscuros y en la descripción de los detalles considerados interesantes”. Esto es así, ya que viajar implica siempre el mismo movimiento, ese a lo desconocido, ya sea a lo que ya habíamos visto pero sin “mirar” o a aquello que nunca antes había estado frente a nuestras pupilas. Podemos sentirnos extraños en nuestra propia casa o en el otro lado del mundo, la sensación es siempre análoga, aquella que te hace sentir un viajero.


“Uno no necesita un mapa para la ciudad donde nació, uno necesita un mapa para el lugar donde es extranjero. El mapa es la metáfora de que alguien de que se es un forastero. Si aparece un mapa quiere decir que alguien esta ahí perdido” Ricardo Pliglia, Critica y ficción.
Un mapa implica un viajero, alguien que esta allí, sin saber muy bien donde, alguien que está dispuesto a averiguarlo. Una persona que recorre las líneas del mapa y las calles, los lugares, para conocer, para aprender, en fin, para averiguarlo.